La semana pasada tuve tres sesiones —tres mujeres, tres historias distintas— que llegaban con el mismo nudo: el deseo se había apagado. En ellas, o en sus parejas.Y cuando un mismo tema aparece en una semana, sé que es el momento de escribir.

Hoy quiero compartir algo que llevo dentro desde hace tiempo y que vuelve a aparecer en días como este.En mi trabajo de acompañamiento emocional me ha tocado, en algunas ocasiones, escuchar a mujeres que han vivido abusos sexuales, maltratos, relaciones muy dañinas… y siempre me quedo con la misma sensación: no es fácil denunciar. No es fácil nombrar. No es fácil sostener todo lo que se mueve por dentro.

En los últimos años se habla mucho de no monogamias, parejas abiertas, anarquía relacional o incluso agamia. Y no es casualidad: estamos repensando la forma en que nos vinculamos, las expectativas que ponemos en el amor y lo que entendemos por pareja.

Durante años he acompañado a personas en procesos de cambio, toma de decisiones y crecimiento personal.Y cada vez veía con más claridad algo: las empresas también son personas.

Durante muchos años yo también he sufrido el síndrome de la impostora.Aunque me esforzara y consiguiera resultados, mi voz crítica interna me decía que no era suficiente, que no estaba a la altura, que tarde o temprano “me iban a descubrir”.

Desde hace años trabajo con personas, equipos y liderazgos. Y siempre me sorprende lo mismo: lo que no se dice, también pesa. Los silencios, las tensiones ocultas, los miedos no expresados… todo eso termina influyendo en la forma en que trabajamos, en la confianza entre colegas y en la energía de un proyecto.